lunes, 30 de abril de 2007


Fare Suarez Sarmiento era el mejor profesor del Colegio Bilingüe de Santa Marta. Sus clases se caracterizaban por la seriedad con que ocultaba, en cada una de sus frases, un humor negro, un humor que cada uno tomaba como propio y que en varias ocasiones delató secretos que muchos creían inviolables por medio de los reclamos enérgicos de insinuaciones inexistentes. Era el profesor que más rajaba, al que uno más le estudiaba, con el que más se aprendía. Fare nos enseñó a meternos en los libros: a descifrar esa vida imaginaria que hay dentro de cada historia, novela, crónica o ensayo y que al fin y al cabo, se fundió con la realidad inmediata de nuestras vidas.

Pero a Fare lo botaron...lo botaron por enseñar.

Muchos años atrás estaba yo sentado, como de costumbre, en el último puesto de la esquina izquierda del salón, con la silla recostada contra la pared y la mirada en un limbo azul.

Era nuestro primer día de primero de bachillerato; todos estaban a la expectativa de nuestro nuevo profesor de español, y aunque yo nunca me asombraba ni esperaba nada de nadie y menos de la vida, ese día me alcance a percatar de la llegada del profesor nuevo. El umbral que formaba el marco de la puerta con la luminosidad del amanecer hizo que la mirada fría y cortante que lanzó sobre nuestras cabezas, tomara un aspecto malicioso y hasta diabólico; por primera vez en mucho tiempo -a falta de una dirección enérgica- en el salón reinó un silencio de respeto. Dos segundos bastaron para confirmar todos los pronósticos que nos habíamos formado desde que Gerardo, después de haberlo visto en la oficina con la rectora, entró gritando aquella frase que es capaz de infundir en la imaginación del más cerrado, un sinnúmero de características comportamentales y físico expresionistas.

"¡Ese tiene cara de hijueputa!"

Lo dijo con tal seguridad de sí mismo que nadie dudo en condenar al profesor nuevo antes de ser juzgado. Muchos años después nos daríamos cuenta de que su rostro no seguía siendo el mismo, puesto que a través del tiempo, más por cariño y agradecimiento que por otra cosa, lo habíamos adornado con un par de improperios de más.

Efectivamente entró con un paso firme y pausado -similar al que algún día admiré en una exposición equina en Barranquilla-, murmuró un saludo que obviamente no alcanzó a llegar a mi rincón, al menos en un código entendible. Seguido al saludo hizo las presentaciones de rigor y escribió en el tablero su nombre en letras góticas; acto que dejó atónito a Julio Mercado, puesto que no era capaz de concebir que un ser con menos recursos económicos que él, hubiera podido lograr, en menos de tres segundos, lo que él, en más de un mes, nunca pudo realizar; escribir su nombre en letras góticas; lo que constituyó uno más de sus tantos intentos fallidos por ser más culto que todo aquel que conocía.

Después de su presentación, no podía faltar el "saquen una hojita", también de rigor, que dejó en un estado de desconcierto a la mayoría; como si no hubieran sabido desde siempre que ese era el paso a seguir.

Comenzó dictando un cuento bastante extenso y siguió con un poema enredado y complejo que nadie pudo entender. Al día siguiente nos entregó el dictado explicándonos que lo había hecho para sondear nuestras capacidades ortográficas y determinar el grado de dedicación que debía poner sobre esta área del español. Por motivos, más de gusto que de evaluación; el área de ortografía quedo reducida a media clase de las cuatro que teníamos en la semana, y la cual, casi siempre, nos saltábamos por cuestiones de la misa del viernes en el auditorio principal.

A medida que pasaba el tiempo, fuimos enriqueciendo nuestros conocimientos con el rigor de la lectura que nos trataba de infundir al dejarnos un libro cada dos semanas y que sólo se franqueó durante tres días, por el asesinato de Galán, aunque no tuvo ningún efecto en el curso, pues parecía que yo era el único que se daba cuenta de que Galán había sido el único candidato presidencial que había existido, que existe y que seguirá existiendo por algunos años más.

Sólo algunos éramos capaces de invertir algunas horas de sueño en la lectura de los libros; la mayoría de la otra parte desperdiciaba media hora semanal leyendo el análisis literario que inocentemente publicaba NORMA SA., y los pocos restantes ni siquiera hacían el intento. Los resultados solo se veían a final de bimestre, a pesar de que hacía un examen de comprensión de lectura los martes cada 15 días. Ese día nos fusilaba con preguntas extremadamente absurdas como: "¿De que color era el corpiño que estaba tejiendo Fermina Daza el día que Florentino Ariza se atrevió a acercarcele por primera vez?", o una que nadie olvidó y que todos memorizábamos por si se repetía: "¿Cual fue la última frase del libro?". Obviamente la curva de notas en el curso era bastante uniforme: nunca se alcanzó a notar en la libreta de calificaciones quien se leía el libro, el análisis, o quien no leía; las notas no bajaban de 1.5 -excepto por una que otra cerrada que entregaba la hoja en blanco-, ni superaban el 2.5 en la escala de 1 a 10. Pero las notas de clase nunca sirvieron para nada, a final de bimestre la nota final reflejaba la realidad de cada quien; después de algún tiempo le atribuimos esta capacidad a una especie de ojo clínico que le decía quien cumplía y quien no; ni siquiera Michelle, diestra en el conocimiento y manejo del arte de la copia y el fraude, pudo descifrar el método que implementaba, y que debió haber tenido todo un complejo sistema lógico detrás de su aparente simpleza.

Todo estuvo perfecto durante mucho tiempo hasta el día en que me ocurrió un accidente predestinado: mi silla, cansada de la tortura física a que era sometida todos los días al ser recostada contra la pared, cedió con la suavidad de una rosa en el ocaso, se partió en dos y me lanzó contra el piso en señal de protesta en medio de un estallido de carcajadas patrocinadas por Andrés Guerrero, el niño chistín del curso. Ese día Fare se dió cuenta de que yo existía.

Por esa época entramos en la etapa de escritura: después de muchos intentos fallidos por romper una de mis barreras, aquella que por ese entonces era la más fuerte y casi invulnerable, que permitía aislar la realidad inmediata de mi propio entorno, Fare se dió por vencido y fue a buscar alguna referencia de mí en sus colegas que habían sido mis profesores de siempre; pero lo único que encontró fue lo mismo que le habían dicho mis compañeros: "Ese vive en otro mundo". -Nunca llegaron a entender la magnitud de lo que habían dicho-.

Después de muchos días de interrogatorios sin fundamento y una charla con mis papás, la rectora le dió acceso a mis archivos; encontró aquellos dibujos de infancia que le habían causado varios dolores de cabeza a Miss Dubys -mi profesora de español durante la primaria- , y le habían costado varias idas al colegio a mis acudientes en el afán de todos por estructurar mi mundo de una manera lógica, en un proceso que ni siquiera mi mamá, psicóloga javeriana, había logrado entender.

Sólo entonces Fare se dió cuenta de que era el único que se había percatado de mi existencia.

Basado en las extrañas figuras que encontró en aquellos dibujos, y que coordinaban de una manera casi fantasmal con sus colores opacos; desarrolló todo un plan de ataque para desenmascarar un mundo que ya estaba pintado.

Se metió en mi soledad de una manera tan sutil y con tal destreza, que ni siquiera mi sistema de defensa se dió cuenta. Sólo hasta aquel día en que leyó ante la mirada de asombro de todos, el primer ensayo que yo había escrito, y alagó mi facilidad de expresión y coherencia al escribir; me dí cuenta de que yo existía. Fué un cambio radical, se fusionó el mundo externo con mi propio mundo. Al día siguiente no pude aguantarme las ganas de expresar mi efusividad de la manera más coherente que todos habían deseado desde siempre: le rompí la nariz a Julio Mercado.

Mi gran avance se consolidó en octavo grado, durante la actuación, frente al profesorado, de un juicio de deserción de la Batalla de Gettysburg -lo que constituía el trabajo final de la sección de teatro dirigida por Fare- . Ese día nos felicitaron a todos por nuestro gran desempeño en el campo de la actuación, en el cual muchas de las peladas y algunos de los pelados ya se bandeaban bastante bien antes de la obra, y no necesariamente en el entorno teatral. Pero para mí fué mucho más que eso: el haber actuado en una obra constituía el haber logrado interactuar con un mundo de realidad perfecta distinto al mío.

Poco tiempo después, cuando mis ensayos calificados por todos como muy buenos se habían vuelto costumbre, y los vestigios de mi sistema de defensa y apego a la soledad habían sido segregados a la catalogación, por parte de la sociedad, de una simple timidez; me propusieron un viaje vacacional a Estados Unidos, más específicamente a la casa de mi tía Clara, a la cual yo recordaba y recordaré por siempre con el apodo de brujilda.

El día anterior al viaje fuí a despedirme de Gerardo -el único amigo que he tenido desde siempre y que se ha ganado el meritorio título de un hermano-, en esos momentos recordé aquel instante en que muchos años atrás había notado por primera vez, en la velación de su padre, el tembloroso pulso con que estrechaba mi mano en ese momento, y por el cual, aquel funesto día, se le derramó el tinto que le habían dado en la recepción de la funeraria, en la única camisa blanca que tenía. Algún tiempo después, ese pulso sería el causante de varios apodos creados por la imaginación de Andrés Guerrero, haciendo gala de su eterno oficio de joder la vida.

Al día siguiente tomé el avión que como cosa rara, se había retrasado una hora; y que me llevaría hasta la ciudad de Nueva York haciendo escala en Jamaica. Quedé sorprendido al haber pasado por la aduana sin ser olido por perros, esculcado por rayos X, o interrogado por agentes de la C.I.A., me sentí como un extranjero de mi país.

En el camino a la casa de mi tía, me sorprendió el orden lógico de todo y de todos: desde la estabilidad del Mitsubishi Galant que conducía Roberto, el esposo de mi tía, hasta la uniformidad con que estaba puesto cada uno de los magnificentes edificios de la Quinta Avenida, cada uno en un tiempo y espacio predeterminados.

Después de 15 minutos de recorrido quedamos estancados en un trancón que convertía la Carrera Séptima de Bogotá, a las 7 de la noche, en el más rápido de los autódromos. Dos horas más tarde desperté aturdido por el estruendo que hacía el silencio gris de las fachadas de los viejos edificios del Bronx.

Una hora después llegamos a Yorktown Heights, el pueblo donde vivía mi tía. Eran las siete y el sol aún no se había ocultado.

Al día siguiente me levanté muy temprano con el fin de explorar mi nuevo territorio. La casa era muy grande, tenía una biblioteca y un family room en el primer nivel; el comedor, la sala con su respectiva chimenea y la cocina en el segundo; y el cuarto principal y los dos secundarios en el tercero; sin contar el sótano, el garaje y los tres baños.

También se encontraba rodeada por una hectárea de terreno constituida en un 10% de jardines, 45% de zona verde, 10% en un camino asfaltado que llegaba al garaje cubierto, y el 35% restante lo ocupaba parte de un bosque virgen a la izquierda.

Era un mundo perfecto, después de un tiempo se me volvió costumbre ver a los venados en el jardín tomando agua de la fuente, y a las ardillas comiendo el trigo que Roberto les ponía todas las mañanas en la casita de pájaros que estaba colgada en un pino sembrado en la esquina izquierda de la casa.

Conocí Virginia, New Jersey, Washington y, obviamente, New York; las Torres Gemelas, El Empire State Building, las instalaciones de la ONU, la Estatua de la Libertad, El Obelisco, Busch Gardens, La Tumba del Soldado Desconocido, las prostitutas que se paseaban por las calles sin nombre en los alrededores de la Casa Blanca, los vagos que huían del frío de la noche escondiéndose debajo de las plataformas de seguridad en los túneles del subway; en fin, un sin número de sitios culturales y culturas sin sitio propias de una gran potencia mundial.

Después de dos meses de viajes, centros comerciales, museos, edificios, etc., hablé con mis papás y me convencieron de quedarme seis meses más en lo que, según ellos, seria una de las mejores experiencias de mi vida.

Entré a noveno grado en el Yorktown High School, el colegio que me tocaba por ser de la zona 14022. En mi primer día de clases recordé las instalaciones de mi colegio en Santa Marta: con sus eternos corredores cubiertos por un techo de tejas de ladrillo soportado por columnas de estilo gótico, sin paredes que entorpecieran la visión de los hermosos jardines tropicales, dejando que las caricias de las sutiles brisas de Santa Marta entraran a los salones, y aliviar así, los estragos que producía el calor. El Yorktown High School estaba constituido básicamente de dos plantas físicas, la de primaria y la de bachillerato: aunque primaria era considerado un colegio a parte puesto que era muy difícil controlar a los 7000 alumnos del colegio con una sola dirección. Al salir de la planta física nos encontrábamos con dos canchas de football americano, una pista atlética con cancha para lanzamiento de jabalina y bala, tres canchas de béisbol, seis canchas de tenis, una de soccer y una piscina olímpica además de sus amplias zonas verdes y el lago. Haciendo unos cuantos cálculos geométricos estimé que este colegio era unas diez veces más grande que el de Santa Marta, pero al fin y al cabo, era un colegio de gringos, relucía por su pulcritud y estructuración, pero le faltaba aquel ambiente de folclor y tranquilidad que se respiraba en el de Santa Marta.

Fuí la sensación durante los primeros días y podría asegurar que hasta el final. Todo comenzaba cuando el profesor me presentaba como colombiano y entonces todos me fusilaban amablemente con preguntas de todo tipo acerca de mi país, la mayoría acerca de la droga, aunque uno que otro trataba de disimular y me preguntaba acerca del café; yo respondía a cada una de ellas dispuesto a mejorar la imagen de mi país ante una visión de casi todos, de que los colombianos éramos unos negritos con guayuco, y además, con media traba encima. Les explique sobre nuestro repudio a los narcos, al tráfico y consumo de drogas, y a la delincuencia, en frases que me comprometían más a mi que a todo un pueblo. También les trate de explicar la importancia de comer con la boca cerrada, el defender un ideal, seguir unos valores, la profundidad de Macondo, el realismo mágico, y de los placeres del amor impalpable, así como el morir por ello; nunca lo entendieron.

Paradójicamente, todos me fueron cogiendo un cariño especial, y casi que podría afirmar que también a Colombia. Una vez más me sentí como extranjero de mi propio país.

Poco tiempo después me fuí aburriendo de la cotidianidad de todos los días, y hasta de los fines de semana. El sábado se reunía la familia, por tradición, y hacían un asado; después de esto se iban a sus casas y se dedicaban a criticarse los unos a los otros en la complicidad del hogar propio. El fin de semana culminaba con la misa del domingo en una hermosísima iglesia hecha con una armonía angelical entre la madera y ladrillo, en un espacio en donde se combinaban dos tiempos, el antiguo y el moderno; parecía más un auditorio teatral, que un centro de culto; tal vez lo era. Pero ahí no terminaba la jornada, después de la misa los esposos se iban a sus casas a encerrarse en el sótano a construir algún mueble de madera para adornar la casa mientras las mujeres se iban al supermercado.

Llegaba el lunes, y con él, la jornada escolar. Me gustaba pasear por los cinco bloques rectangulares que se conectaban por medio de fríos y secos pasillos que reflejaban un todo, incluyendo a todos, para terminar en una sola mole de cemento. Fuí conociendo poco a poco a cada uno de mis compañeros -al fin y al cabo todos eran iguales-. En los recreos solía pasearme por corredores observando los grupos que se formaban en cada una de las esquinas: los metaleros con la misma pinta de todos los días, jean negro o pantalón de cuero, camiseta negra, generalmente con la insignia de algún grupo musical, Black Metal, Kiss, Metálica, entre otros; chaqueta de cuero negra, y las botas con su respectivo exceso de uso, sin contar los numerosos aretes y tatuajes por todo el cuerpo. Los raperos -negros y blancos-, que se paseaban con el típico caminado de cojo sin muletas, los jeans cinco tallas más grandes y a media nalga, y la mirada fija en todo aquel que se les ponía en frente. Los jugadores de football americano: gigantones de músculos exagerados y cabeza hueca, y su respectivo grupo de monas simples con atributos protuberantes que se acentuaban descaradamente con la licra que las forraba, creando así, una fusión que inspiraba vacío. También estaban los normales, que tenían un poquito de todo; los nerds con sus respectivos cojepuercos de 20 centímetros, camisa manga corta a cuadros, tirantes, gafas tipo base de botella, y tres libras de gel que conformaban el pelo; los chicos puppy, aunque eran pocos puesto que en Estados Unidos no se las pueden tirar de ricos porque plata es lo que hay; y uno que otro marica.

Llegué a conocer más gente que cualquiera, puesto que además de las clases regulares de noveno, veía matemáticas y biología de décimo para no quedarme atrás en el pensum colombiano.

Establecí un rincón en cada uno de los siete salones que recorría todos los días, y todos me lo respetaron desde aquel día en que Joe, un jugador de football de 1.90 de estatura, intentó quitarme el que quedaba en el salón de literatura -es increíble como los gringos nunca llegaron a entender, en su propio idioma, la verdadera hermosura de Shakespeare-; después de unos cuantos "I give a shit about what you think!" y otros tantos "fuck you!" de su parte, me paré del puesto, dí unos cuantos pasos para quedar frente a él, y lo miré fijamente a los ojos, en lo que constituyó, según todos, en una hazaña suicida digna de un héroe nacional -si hubiese sido así, Colombia tendría héroes hasta para regalar... tal vez sí los tiene-, aunque nadie entendió que defender ese puesto era respetar toda una vida de principios e ideales sólidos. En ese momento entró la profesora y nos mandó a hablar con el rector. Después de una amplia explicación, y como buen costeño, con unos cuantos carretazos de más, el rector quedó asombrado de la importancia que podía llegar a tener cada uno de los rincones de su plantel educativo; me dió la razón y el puesto. Joe quedó tan asombrado de mi intervención, que decidió pedirme excusas antes de revelar su ignorancia.

Los días pasaban y me comencé a cansar de la perfección de un país de gringos. Los recuerdos de mi patria me colmaron la mente: empecé a extrañar los calores eternos de Santa Marta, las playas del parque Tayrona, el folclor de todo y de todos, las mecedoras con sus viejas sentadas en el andén hablando paja en las horas de sofoco, las oxidadas vías de un ferrocarril sin tren, la alfombra verde de la zona bananera, las mariposas amarillas, los muertos, los carrobombas, la ilusión de que cogieran a Escobar y de que Galán volviera a vivir. Me cansé de una vida perfecta, de una vida en blanco, de una vida sin vida en un país en donde los negros son racistas contra ellos mismos, en donde defienden su bandera por tradición y no por sentimiento, en donde el amor es sexo y el sexo se hace con todos, en donde es imposible dibujar un Macondo y esta prohibido morir de amor. Sólo entonces, por primera vez en cinco años, y por última hasta hoy; lloré, lloré de rabia porque mi soledad no era capaz de convivir con la soledad vacía de un país sin gente. Pero bueno, ya sólo faltaba un mes para mi viaje de regreso, eso era soportable.

Quince días más tarde, mi tía me comunicó que me tenía que quedar seis meses más porque mi mamá se iba a hacer un posgrado a Bogotá y se llevaba a mi hermanito, y mi papá iba a tomar un puesto temporal en Barranquilla, que le había ofrecido una empresa internacional.

Después de un par de meses de una resignación desesperada, y búsqueda de razones para vivir; me enamoré del azul profundo de los ojos de Amy Lavorgna, una gringa con ascendencia italiana que estaba conmigo en la clase de biología, y que era una de las pocas personas con quien yo hablaba. Afortunadamente duré el resto del tiempo ocupado con lo que mi mente dictaminó como mal de amores; una enfermedad que me paralizaba el corazón, pero sobre todo, me bloqueaba el pensamiento impidiéndome pensar en lo triste de la soledad vacía de New York. Era un amor puro y necesario en medio del silencio conspirador que me impedía revelarle mis dolencias con palabras, y solamente mi mirada permitía destapar ante sus ojos, la necesidad de traicionar mi soledad. Sólo muchos años después, en una licencia que me otorgó el ejército para ir a Bogotá a inscribirme en la universidad, habría de encontrar aquella persona que me hizo sentir del otro lado del limbo del que Amy me había tratado de sacar. Conocí a Adriana por un día, cinco años atrás, en Santa Marta; desde entonces guardé su teléfono dentro de la portada de un cassette de los Red Hot Chilly Peppers. Durante los cinco días que duró la licencia, el mes que duré en Santa Marta en espera del día de la mocha, y cuatro meses a partir de mi regreso a Bogotá, nos amamos con la convicción que había acumulado cinco años de ausencia. Convertimos nuestras miradas en una sola mientras se nos revolvían las entrañas ante la presencia de un amor sin fronteras; nos bañábamos dentro del fragor de las lluvias heladas de Bogotá con la felicidad de dos niños en un mar de fragancias, y hacíamos el amor en el lugar más prohibido que un par de adolescentes jamás han respetado: la cama de sus padres, y siempre con la incertidumbre de que algún día rompieran el esquemático horario que habíamos planteado para que no fueran a descubrirnos en medio de la niebla azul que creaban las miles de caricias y besos que rompieron con mi soledad y me enseñaron a amar. Pero el tiempo habría de reforzar mi verdad y castigarme por aquel incursionamiento de la felicidad; me alejé cada vez más de Adriana pensando que ella era la que se alejaba de mi. De ella sólo quedaron las zozobras crueles de los recuerdos que se acrecentaban con las lloviznas tristes de la soledad.

Por fin dí por superada mi etapa de crisis el día en que Rick, un muchacho de tipo normal, con aberraciones hacia la agresividad rapera, una pinta un poco funcky, y cara del típico antisocial por complejo; me gritó por n-sima vez, en la mitad del coliseo, "Véndeme droga, colombian maríca." eso reboso la copa: me voltié, y le lancé una patada que lo tiró contra la madera fría del piso de la cancha de basket. Me quedé quieto, comencé a pensar en la estupidez que acababa de cometer; simplemente le dí lo que quería, me hizo perder el control de mi mismo, se metió en mi agresividad. Cuando quise reaccionar, ya se había puesto de pié y venía en camino aquel puño que forzó mi diente delantero superior derecho, a besar el paladar. Me tambalié por unos segundos, mi lengua valoró los estragos del golpe, pero no los pude visualizar; recogí mis libros y me dirigí tranquilamente a la enfermería. Después de algunos pañitos de agua fría, y una taza de agua aromática, logré reanimar a la enfermera de su primera impresión. Por fortuna, mi tía y el esposo son odontólogos, los llamé; después de un rato llegó mi tía y me llevó al consultorio de Roberto en la ciudad. Después de observar mi boca por algunos instantes, devolvió el diente a su posición original con la misma facilidad con la que me lo habían puesto en el paladar, con la diferencia de que ésta vez si alcancé a oír el crujir de los huesos al ponerse en posición. Al día siguiente volví al colegio: gente que nunca había visto en mi vida me saludaba y me felicitaba, todos se sorprendían de que yo hubiese sido capaz de volver con la tranquilidad de cualquier día.

El rector me mandó a llamar por el altavoz; solo entonces me enteré de los antecedentes penales de Rick: posesión ilegal de armas, lesiones personales, robos, entre otras. Me preguntó sobre alguna posibilidad de demanda penal; no lo pensé dos veces, sabía que con la gran batalla que Rick había perdido el día anterior, puesto que por fin alguien se le había enfrentado, tendría pena moral por muchos años, no era necesario escribírsela en un papel, su entorno social se encargaría de recordársela.

Mucho tiempo después, habría de quedarle agradecido a Amy y a Rick porque me dieron dos razones para vivir.

Llegué al aeropuerto de Barranquilla a eso de las 3:30 pm, el ambiente estaba pesado, hacía un calor pegajoso, lo que corroboraba, junto con la esencia a humedad, el presagio de un diluvio. Después de muchas requisas y revisión de documentos, me dejaron entrar a mi país; solo les faltó traerme a los de la CIA.

Inicié décimo grado con algunas dificultades pues, en Estados Unidos, nunca alcancé a profundizar tanto como se hace aquí en álgebra y geometría.

El colegio había cambiado: se estaba construyendo un bloque de tres pisos en el extremo oeste del plantel, habían secado el lago para acabar de una vez por todas, con las incursiones de las babillas que llegaban allí a tomar agua, y que en más de una ocasión estuvieron por dejar cojo a Carlos, el celador que revisaba el colegio todas las mañanas; después de un par de años de desnudez por fin habían pintado la fachada del bloque que contenía el salón múltiple -en donde se hacía la misa del viernes-, las oficinas, el laboratorio, el salón de proyecciones, la biblioteca y el salón de profesores. La cancha de fútbol, después de sendas temporadas de lucha contra la maleza, estaba cubierta de una alfombra verde de grama fresca; pero no todo era positivo, me lamenté profundamente al ver que el viejo árbol que había postrado sus raíces en el extremo este del colegio, había fallecido. Muchos años atrás, debajo de la extensa sombra que formaban sus 30 metros de altura, habíamos fundado la primera y única sede del Club 26 -solo para los hombres-. Debajo de él habíamos ambientado toda una sala de lujo con algunos troncos y unas cuantas hojas de palma seca. De esto sólo quedaba un esqueleto vacío y una sensación de muerte que me atravesó el alma. Recordé los eternos recreos de los viernes: ese día uno de nosotros llevaba un cocktel hecho de todo lo que podía encontrar en el bar de su padre, en un pequeño termito amarillo de lonchera, y con la complicidad de "Centella", quien escuchaba montado en su moto, desde aquel termito en donde estaba impreso, los comentarios que se formaban al rededor de las peladas: desde las poses e insinuaciones de las mellas, dos hermanas que causaron revuelo durante el tiempo que estuvieron en el colegio; hasta de los ojos saltones y amenazantes de Miss Dubys.

Por esos días me percaté por primera vez de la función que cumplían los camperos Toyota de vidrios oscuros que se parqueaban, durante todo el día, en las entradas del plantel, y de la Blazer que siempre estuvo debajo de los árboles del jardín central -después me enteré que era blindada y que las rajas que tenía en el vidrio derecho, se debían a varios tiros que ya le habían dado-. También me dí cuenta de que no era normal que diez hombres se pasearan por el colegio con sus mini-ingras y escopetas 12 a la vista de todos. -¿será que eran de la CIA?-

Al curso habían entrado varios estudiantes nuevos, entre ellos Juliana Sierra, una niña que venía del colegio La Presentación, también de Santa Marta; era una persona muy hermosa, mas que por su larga cabellera, su rostro siempre sonriente y sus maneras jocosas pero a la vez elegantes, por su sinceridad: Juliana era la única persona capaz de mostrar lo que sentía, de enfrentarse a la vida sin prejuicios y siempre con una sonrisa; era la única que merecía estar orgullosa de lo que era y sigue siendo después de muchos años.

Décimo pasó bastante rápido: gozamos todo el periodo, a falta de salones, de las comodidades de la biblioteca y su aire acondicionado central; fué un año de vagancia, Salah, nuestro profesor de química, nunca pudo terminar una clase, pues se turbaba con sólo ver aquellas niñas -ya para esa época, ni tan niñas- con falditas a la rodilla, que esperaban impacientemente que comenzara a decir algo coherente. Las peladas, 15 en nuestro curso, siempre andaban organizando actividades para el colegio; y nosotros siete, los hombres, detrás de ellas por si a Frankling, nuestro profesor de cálculo, se le daba por irnos a dictar clase.

Pero décimo fué mucho más que eso: en ese año, las peleas entre grupos de peladas comenzó a hacerse más intensa. Vannessa, a quien apodaban con toda razón: "care pato", duplicó sus actuaciones de mártir, para ver si por fin alguien le paraba bolas a su gran proyecto de vida de ser una mentira perfecta; Iraséma, la única pelada junto con Juliana y Carolina Campo que no nadaba en un mar de hipocresía, se dió cuenta de la farsa del entorno en que vivía, y decidió segregarse a su soledad, la cual sólo compartía con Toñito, su novio, desde que Julio Mercado, en uno más de sus actos de imprudencia y discusiones de alcurnia, le gritó frente a todos que él era más que ella, puesto que su familia andaba en negocios de turbia procedencia. Todos, hasta ella, guardamos silencio; sabíamos que lo que había dicho Julio, sobre su familia, era verdad; pero al menos yo, y unos cuantos más en el curso, sabíamos que Irasema era mucho más que eso: ella había tenido que soportar una infancia de narcos, con guardaespaldas para todos lados, y una supuesta sociedad culta que la señalaba cada vez que daba la espalda. A raíz de todo esto, Iraséma de forjó un carácter inviolable, lo que quería lo obtenía, y no por plata ni por terrorismo, sino por su propia verraquera. Edna, la primera en todo del curso, decidió escudriñar en una felicidad que no había podido encontrar en su intenso estudio; se volvió alegre y rumbera, y hasta hubiera podido asegurar que sincera; hoy me doy cuenta de que sí lo era. Pasó a ser la segunda y por temporadas, la tercera en nivel académico. -hoy se debe estar diciendo: "valió la pena"- No podemos dejar de nombrar a Catalina. Catalina era de aquellas que le arruinan a uno el día con solo verla; en ella se reunía una copia imperfecta de cada una de las cualidades y defectos de los del curso: comenzando por una autoridad que trató de imitarle a Irasema, y que la convertía en antipática y abusiva, de Juliana trató de copiar su efusiva felicidad, la cual transformó en una risa de verdulera; a Vanessa le sacó aquellos gestos de mártir -que de por si ya habían sido copiados de las tantas novelas venezolanas que Vannessa no se perdía- ; durante ese año, libró satisfactoriamente aquella batalla que sostenía con Edna por el primer puesto, solo que Edna lo hacía por una felicidad personal, Catalina lo hacía por mostrar; y por último, a Julio le montó una copia perfecta: a la hora de criticar, insultar y ofender, sin pensar en el daño que sus palabras pudieran traer, estos dos personajes se daban la mano.

Por esos días, Carolina Campo, la única amiga que tuve en el colegio, y que junto con Juliana trató de entender y respetar mi mundo, llegó, como de costumbre, a recogerme a las siete y cuarto de la mañana; pero ese día no la traía su mamá en el Campero Toyota azul de su abuela, llegó en un Renegado marrón con Jose, su novio. En medio de la espera que constituía el entrar al colegio -puesto que con la excepción de la buseta de Nina, no habían medios de transporte masivo, por tanto a todos los traían en carro-, Carolina me miró fijamente a los ojos y me dijo: "Alex, me voy a casar..."; nunca lo creí hasta que un mes después, nos avisaron que Carolina había decidido salirse del colegio porque se había casado el día anterior. Los comentarios iban y venían; en menos de media hora le habían montado toda una infancia de promiscuidad que había terminado en un casorio forzado por un embarazo; yo sé que ese día Carolina le entregó su virginidad a la persona que más amaba, ante un acto imposible de entender para la sociedad samaria -no eran capaces de concebir la pureza de un amor que no fuera por dinero o con un embarazo de por medio-. Ese día, Caro consolidó felizmente su amor, y yo perdí mi única amiga.

A mediados de 1993, comenzamos onceavo grado. Ese año las directivas del colegio decidieron tomar acciones dirigidas a mejorar la imagen del plantel en todo nivel. Después de muchos reclamos de parte de nuestro curso, botaron a Salah. Esta fué la primera de las acciones por las cuales comenzaron a exigir un estricto desempeño por parte de los profesores y de los alumnos.

Un día cualquiera -después de un mes de clases- Miss Olga, la directora, entró al salón seguida por Miss Dubys. Con frases entrecortadas nos explicó lo más rápido que pudo, que nuestro profesor de español, Fare Suarez Sarmiento, había renunciado porque no tenía tiempo para educar, ya que su padre estaba gravemente enfermo, y él tenía que cuidar de este -no pudo encontrar una excusa más absurda para ocultar un despido-, y que de ahora en adelante, Miss Dubys sería nuestra profesora de español y literatura.

Lo primero que se me pasó por la cabeza fué que Fare no nos había terminado de contar que había pasado con "Caliman" el día anterior, y no habíamos alcanzado a cerrar la última puerta de "Casa Tomada", y que ahora me iba a tocar volverlas a abrir todas para poder, finalmente, tirar la llave por la alcantarilla.

Ese mismo día, varios de los pelados del curso fueron a preguntarle a Fare la versión real de los hechos. Después de habernos enterado de la verdad -lo botaron...por enseñar-, a mi se me ocurrió hacerle una carta a las directivas pidiendo el reintegro del profesor. Le expliqué lo que estaba pasando a mi mamá, y ella me apoyó y me ayudó a redactar la carta.

Junto con Coquín, uno de los pelaos del curso, recorrimos todos los salones. Seguido a la revelación de los hechos, explicábamos que Miss Olga no era una mentirosa, simplemente no nos había dicho la verdad; leíamos la carta e invitábamos a todo aquel que quisiera firmarla. Doscientas ochenta personas de las trescientas que habían en bachillerato la firmaron. Del curso, solo firmamos los hombres; la relación de Fare y las peladas de la clase no eran muy buenas que digamos.

Eran las doce y cuarto, solo faltaban quince minutos para el recreo en el cual íbamos a ir a entregar la carta en la rectoría. A las doce y veinticinco entró Miss Olga al salón seguida por Mr. Rafael, quien era el profesor de educación física, y coordinador de disciplina, además de ser el chivo expiatorio entre nosotros -nos daba confianza para que le contáramos los últimos sucesos en el plantel y al más mínimo descuido, salía corriendo con el rabo entre las piernas a contarle a Miss Olga-. Nadie se mosqueó ante la expresión de ira con que entró -ya estabamos acostumbrados, al igual que con Vannessa, a sus actuaciones teatrales-, pero a medida que el tono de su voz fue subiendo, quedamos convencidos de que esta vez sí era en serio: que ¡¿porqué teníamos que cuestionar los comunicados sobre sus acciones?!, ¡que en este colegio estaba totalmente prohibido cualquier acto de protesta y mucho más revolucionario!; que no importaba quien lo hubiera patrocinado, no se podía volver a repetir, y el que no estuviera deacuerdo podía ir a la oficina a llamar a sus papás para que firmaran la carta de retiro voluntario -otra herramienta utilizada por estos entes para ocultar un despido y la cual, Fare, obviamente, nunca firmó-.

El curso se sumió en un limbo de culpabilidad general ante un hecho que no iba más allá de una manifestación escrita de inconformidad ante un hecho que nos parecía desleal -para mí, y para el resto del mundo, esto se llamaba libertad de expresión; para Miss Olga era ilegal- el retrato de aquellas caras de sorpresa que pusieron todos cuando me levanté de mi rincón quedó grabado en mi mente, lo mismo que aquel ambiente de cobardía que ahogaba mi moral, pero que al mismo tiempo desató en mí la fuerza por desenmascarar la verdad. Ni siquiera tuve que voltiar mi mirada para confirmar la soledad de mis recuerdos; se me vino al corazón aquella imagen de mis compañeros jugando al infecto de Alex: un juego que se habían inventado Andrés Guerrero y Julio Mercado, y cuya novedad había contagiado a todos, hasta James, quien era uno de mis mejores amigos en ese tiempo, y quien tuvo que irse más tarde de Colombia porque su padre fúe trasladado a Nicaragua por la United Fruit Company. El juego consistía en una especie de "lleva" sólo que lo que llevaban era un supuesto infecto que yo propagaba al ser tocado y que pasaba de persona en persona. Después de un sin número de noches de insomnio, decidí proponerme la creación de mi propio mundo para ver si así se les acababa el jueguito y la jodedera, pero no fué así, el jueguito siguió por mucho tiempo y mi mundo se consolidó el día en que juré, sollozando contra la almohada y con Pillín, mi perro de felpa amarilla bajo el brazo, que no volvería a llorar en mi vida, convirtiendo así al dolor en el único compañero autorizado para entrar en un mundo de una triste soledad perfecta.

Salí sin mirar atrás, debí haber sabido desde siempre que esto iba a pasar. -tal vez si lo sabía pero no me lo quise revelar para que aquel golpe de verdad fuera para mi solo- En el acto más egoísta que jamás había podido realizar; pude sentir ese placer que desata el defender un ideal, sabiendo que esas personas que se quedaron allí sentadas con su firma, con su personalidad; jamás podrían vivir esa realidad que en ese momento me decía quien podría llegar a ser alguien de verdad ... años después, Sister Jhohana, la directora de los colegios Marymount, habría de corroborar esa verdad el día de mi graduación:

"You´ve got the spirit to get very high in this life, don´t waste it... as they did" me dijo.

Por otra parte, atravesé esa doble moral de la señora Olga, le mostré que todavía quedamos algunos capaces de enfrentar la hipocresía y la impunidad.

Contrastando con los de mis compañeros, su rostro se mantenía lívido para no demostrar aquél dolor que más que tumbarle la moral, le aumentaba el sentido de culpabilidad, y si no le afectó la conciencia, fué porque después pude deducir que esta se había tenido que mudar porque entró en una crisis por la falta de atención.

Cruzando los jardines tropicales para llegar a la oficina, con el sol recio del medio día sobre mi cabeza, bajó por mi frente aquella gota de sudor que muchos años atrás había seguido hasta mi barbilla y caido en la cojinería nueva del Patrol Nissan rojo de mi abuelo en plena campaña presidencial en pro de Luis Carlos Galán, aquel día, cuando presencié como salían miles de personas de centenares de casitas de barro con techos de cinc atiborradas en cerros de arcilla; sentí por primera vez como la gente gritaba y saltaba, no por plata ni por recocha, si no por esperanza. Solamente cuatro años después habrían de callar esas voces, el día en que las hermanas Bornacelli, amigas íntimas de mi mamá, llegaron a la casa con el rostro bañado en lágrimas y el corazón seco por la tristeza que producía la ira de un pueblo: " ¡Lo mataron Lucero!... ¡lo mataron!...

Al llegar a la oficina, Melba, la secretaria más antigua, aquella que tenía que guardar debajo de su inconformidad, todos aquellos actos escondidos de desligitimidad que atentaban contra la moral; y que nos daba su apoyo incondicional ante cualquier problema, se acercó a mí al ver mi cara de desespero, y mis ojos que estaban ansiosos de escupirle al mundo una lagrima de ira, pero no los dejé, no valía la pena llorar si no era por la soledad. Traté de encontrar a mis papás en todos los rincones de Santa Marta, pero no los pude encontrar.

Tenía miedo, era la primera vez que me iba contra el mundo y su sociedad.

Llegó mi mamá, juntos entramos a la oficina de la señora Olga. Busqué la máscara pero no la pude encontrar, estaba allí, sola, sin poder encontrar un punto de apoyo para armar su fachada de imponente seguridad.

"Alex...te felicito. Entre trescientos alumnos del bachillerato de este colegio eres el único capaz de luchar por lo que piensa..."

Por primera vez en los casi once años que llevaba estudiando en el Colegio Bilingüe de Santa Marta, descubrí en la mirada de la señora Olga, un pequeño punto de cobardía.

Mi mamá lo sabia, en los muchos años que llevaba trabajando en el colegio San Luis Beltran, como psicóloga de bachillerato, y más aun como vocera de las quejas y peticiones estudiantiles, había aprendido a conocer aquella mirada que trataba de evitar las consecuencias que acarreaba una demanda por coartar la libertad de expresión, y aun más, la libertad de pensar.

"¿ Tan siquiera a leído usted la carta?" le dijo mi mamá.

Su mirada se hizo aún más pequeña y tuvo que contestar con un sincero no...

Me pidió excusas por lo que según ella, fueron momentos de efusividad ante una amenaza hacia la integridad del colegio.

"¿Y que hay de mi integridad?" pense.

La carta, por motivos de resentimiento, nunca se tomó en cuenta.

A pesar de todo, ese día sentí una felicidad que no había sentido en años: era la primera vez que se me erizaba la piel en mucho tiempo, el corazón se me quería salir del pecho, y la sangre revoloteaba en mi cabeza como alguna vez lo hicieron las mariposas amarillas en las calles de Macondo. Muchos años después, sentado en la estera de algodón de colores considerados por los godos, solo para los negros, que cubría el piso de mi cuarto en Bogotá; mirando las cincuenta latas de cerveza que muchos años atrás había traido desde Estados Unidos, el crucifijo de plata que nunca encontraron el día en que Abi, mi abuela, lo mandó pedir desde su lecho de muerte en la Paz, Valledupar, y que años después habría de aparecer dentro de las cajas de mis juguetes; los libros de Gabo, el retrato de Galán, la botella vacía de Swing que habría de evocar en mis recuerdos los tiempos de prosperidad en la casona de mi abuelo en Santa Marta y sus fiestas con la banda de Peter Conde; fué entonces cuando me dí cuenta que desde el día en que prometí no volver a llorar no había sentido nada por nada ni por nadie, y que lo de Amy, y la felicidad que sentí la tarde en que me levanté de mi rincón y muchas otras imágenes que aún quedaban en mis recuerdos solo representaban un sentimiento que había matado mi sensibilidad: orgullo... Aquel orgullo que sólo se vió amenazado por Adriana, por eso la mató; el mismo orgullo por culpa del cual me estremecía de miedo todos los días ante el pensamiento de enterrar a mis papás sin haberles dicho cuanto los quería y admiraba.

Por esos días estabamos trabajando en la realización del primer anuario del colegio. Habíamos contratado a Oswald Peña, un diseñador gráfico, que nunca se supo si con o sin título, y hablador de paja de tiempo completo. El nos diseñó totalmente el anuario: la distribución de las páginas así como su estilo lo convertían en una completa innovación dentro de los anuarios típicos de todos, tenía diferentes tipos de letras en una misma página así como diseños de acuerdo a la personalidad de cada uno de los seniors. El día de la entrega del anuario llegó al colegio con un manojo de fotocopias mal impresas; nunca pudimos reclamarle nada, el contrato de cumplimiento en donde se encontraban todas las especificaciones técnicas del anuario y cuya aprobación la había dado el contador del colegio, no tenía fecha, y por tanto carecía de validez. Desde ese día, a lo de hablador de paja, se le añadió embaucador y por supuesto, cafre.

Durante la realización del anuario tuvimos sendos problemas por su contenido: por el exceso de páginas y corto presupuesto, así como la multitudinaria aparición de un grupo minoritario de personas en las fotos, pero uno de los problemas que me afectó a mi directamente fué la intromisión de un supuesto articulo prohibido dentro de su contenido. Era el mejor ensayo que había hecho en mi vida, contenía apartes de todo el material literario por el cual habíamos viajado durante el bachillerato, e iba desde los trágicos amores de "María" hasta "La Casa Tomada" pasando obviamente por las mariposas amarillas de Gabo. Dos semanas antes de incluir el ensayo dentro del anuario, fuí donde Mr. Martinez, el profesor de español de primaria y que también andaba por los carriles literarios, le mostré el ensayo y quedó bastante complacido, sobretodo por la manera rítmica como llevaba cada uno de los apartes convirtiéndolos en una sola obra "Los libros, más que palabras". Dos semanas después, estando en la oficina de Miss Olga, reclamándole porque esta había retirado el ensayo del contenido sin ninguna explicación, me dijo que lo había hecho porque era demasiado complicado y respaldó este argumento diciendo que no todo el mundo había leido las obras literarias a las cuales se hacía referencia y por tanto se tornaba incomprensible hasta para ella. -Menos mal que Ursula Iguarán nunca llegó a conocer a esta señora... siempre detestó a la gente de la compañía bananera- Pero al final se le escapó el verdadero motivo de su resentimiento:

"Tiene un doble sentido" dijo.

"La conciencia le traicionó la cordura" pensé.

Ni siquiera el padre Vargas, párroco del colegio, llegó a tal grado de censura el día en que presentaron la película "Los pecados de Jesucristo" en el Teatro Santa Marta. Ese día, con amenazas de excomunión, se sentó en un banquito de madera en la puerta del teatro con un papel y un lápiz en la mano. -De vaina no se llevó la guillotina y el capuchón-

Debido a los reclamos enérgicos que clamaba mi indignación, llamó al profesor Martínez para que comprobara su versión. Este entró con la cabeza contra el piso, leyó el ensayo como si nunca lo hubiera visto en su vida, y respaldó la versión de Miss Olga, relegando así la literatura al vagón de segunda clase para darle cabida a su sueldo en el de primera. -Nunca más se atrevió a mirarme a los ojos-

Hubiera aceptado la censura de mi ensayo si hubiese sido por falta de presupuesto o por exceso de páginas, pero por tener un doble sentido que sólo se aparecía en la conciencia de esa persona...

Indignado por el holocausto que se había implantado en contra de la literatura, escribí un artículo que más tarde habrían de publicar en un semanario de Santa Marta: "La coartación de la libertad de expresión en algunos colegios privados de Santa Marta" el título resaltado en negrilla saltaba a la vista de todos y a más de un padre de familia del colegio le llegó a su sentido de cordura, reconocieron mi nombre y recibí más de una felicitación clandestina.

"Ahí tiene su doble sentido... haga con él lo que se le venga en gana" pensé el día en que lo publicaron.

Ese día, todo lo que Miss Olga representaba para mi, aquella persona defensora de la moral y con un carácter recio ante la administración de justicia, quedó sentado en un banquito del que seguramente, mucho tiempo atrás, no se pudo parar.

Algunos meses después, cuando del tema se había dejado de hablar, encontré a Miss Terry, una de las profesoras gringas con la que yo tenía una pequeña amistad, llorando sobre su escritorio; después de algunos minutos de insistente preocupación logré que se desahogara en mi hombro.

Comencé a descubrir por intermedio de los profesores, la realidad de un colegio sin moral.

A finales de bimestre, la señora Olga revisaba las calificaciones de los estudiantes que tenía en una lista pagada; cualquier amenaza de pérdida era resuelta inmediatamente, así el profesor protestara rotundamente contra aquel atropello que constituía forzar a un niño a educarse a base de mentiras.

Pero además de ese atentado directo contra el crecer de la humanidad, me enteré de las acciones de un mini cartel que se estaba forjando dentro de una sociedad de cáfres:

Los guardaespaldas -ese día me di cuenta de que no eran de la CIA, y de no ser por sus facciones latinas hubieran pasado como terroristas de la ETA o agentes de la DEA- de los niños víctimas de apellidos de una realidad impronunciable, pero que al fin y al cabo eran apellidos ante la sociedad, estaban amedrentando a los estudiantes de séptimo grado con amenazas de muerte y de tortura para que vendieran prostitutas, de trece y catorce años, entre sus compañeros de clase. Más tarde les enseñaron a ligar la base de coca con leche klim, y por intermedio de ellos, ya habían vendido una pistola.

Todos los días, estos niños llegaban a donde estuviera Miss Terry para ocultarse del terror que les producía las amenazas de los guardaespaldas, los cuales, en varias ocasiones llegaron a poner el cañón frío y húmedo de sus subametralladoras en la frente de aquel futuro patrio para que no fueran a dañar la impunidad que los protegía.

Miss Olga lo sabía, pero sólo dos meses después, en las vacaciones de diciembre, los guardaespaldas desaparecieron para nunca volver y fueron reemplazados por otros cuya mirada era aún más pestilente que la de los anteriores.

Nunca me perdonaré el no haberle gritado "¡CAFRE!" a toda una supuesta sociedad culta representada en esa maldita señora que es una más de las causantes directas de que en este país estemos comiendo mierda.